Conocido como El Puma, aquel verano de 1978 se sorprendió con lo que había visto flotando en la costa de Ostende. Cuando intentó acercarse, apareció en escena un policía y le advirtió que se alejara. Otro grupo recogió los cuerpos y se los llevó envueltos en lonas de carpas. Recién en 1984 se pudo iniciar una investigación y décadas después se logró identificar a varias de las víctimas
“Eran como seis o siete cadáveres que venían flotando. Recuerdo que dos minutos antes le dije a mi colega Héctor Sciutti: ‘Mirá qué cardumen debe haber porque las gaviotas no paran de revolotear y bajar a picotear’. Pero no, eran cuerpos, no podíamos creer lo que estábamos viendo. Fue allá por diciembre del 78″, rememora el guardavidas Felipe Olivera Moreno, a quien todos reconocen como El Puma, mientras dialoga con Infobae desde el patio de su casa de la calle 35 en General Madariaga, El Pago Gaucho, donde nació hace 85 años.
Estremece escucharlo mientras revisa con precisión cada dato en su memoria: “Había sudestada que los arrastraba cada vez más a la playa. Yo trabajaba en Ostende, a ochocientos o mil metros del muelle. De repente, cuando me quise acercar apareció un policía de la nada y me dijo: ‘¿Adónde vas, estás loco? Vos no tenés nada que hacer acá. Andá a tu casilla a dedicarte a tus cosas, a ver si se te ahoga alguien por curiosear’. Me quiso meter terror pero igual seguí observando. El poli era parte de un grupo que andaba enuna Estanciera azul que usaban como ambulancia. La única 4×4 que se podía entrar a la playa era esa. Los cargaron y se los llevaron. Estaban esperando, ellos ya sabían que los habían tirado en Mar del Plata. Arrancaban las lonas de las carpas de los balnearios que usaban como bolsas para llevárselos. Nunca me voy a olvidar, porque ya se hablaba de los vuelos de la muerte, y yo lo estaba viendo”.
-Miedo, no te lo voy a negar. Yo digo que me salvé de milagro porque me tenían marcado. Es que me había afiliado al Partido Comunista cuando fue lo del Cordobazo junto a un amigo, Rodolfo Fumega, periodista y también guardavidas. En esos tiempos tenía ganas de militar, pero no sabía por quién. En el justicialismo en aquella época no había nadie fuerte. Y mi tío era radical, pero yo ahí veía todo muy tibio, no pasaba nada… La mano venía brava, a un conocido mío le entraron a la casa, le revolvieron todo en la dictadura, yo me escapé ahí nomás. Me acuerdo que una noche vi un Ford Falcon en la esquina de casa, eran tres tipos, con fierros. Yo le había dicho a mi mujer: ‘si entran a casa con alguno me quedo porque me van a matar seguro’. Un inconsciente. No me daba cuenta de lo que estaba diciendo, tenía mis dos hijas chiquitas, menos mal que me esperaron ahí y no se acercaron. Justo vino el comisario de Madariaga que había ido a revisación médica conmigo para la colimba. Me conocía ya de ese tiempo. Después me contó que se acercó y les preguntó qué estaban esperando ahí.
La respuesta de los hombres vestidos de civil pero armados fue inmediata y no dejó dudas: “A un guerrillero que vive ahí, un tal Olivera”, señalaron en sentido a la casa de El Puma. Entonces el uniformado decidió jugársela por su vecino y amigo y los desconcertó cuando les comentó con absoluta seguridad: “Están equivocados, ese muchacho es artista, nada que ver con la guerrilla, no cometan ese error. Y si van a levantar a alguno, primero pasen por la comisaría”. Después de eso lo detuvieron a Jorge Vásquez, desaparecido en General Madariaga.
Olivera Moreno vuelve a hablar de los cadáveres que divisó a unos doscientos metros de la costa mientras su compañero enterraba las maderas para armar las carpas y él perfilaba el nivel de los palos con el mar. Y sostiene que no le quedan dudas de que los arrojaban desde aviones en Mar del Plata: “Es que conozco el mar como la palma de mi mano. La corriente que provocó la sudestada los trajo hasta Ostende. Ahí los milicos también tenían un barco con presos. Estuvo el doctor Battaglia, un compañero abogado comunista que lo tuvieron mucho tiempo y zafó porque empezamos a pedir su libertad. Yo acá anduve en Madariaga haciendo firmar, pero la gente temblaba…”.
El Puma hace una pausa, respira hondo, calma a su perrita que ladra, pero mantiene los ojos encendidos durante el relato. Es tan descriptivo que brinda la sensación de estar viviendo nuevamente aquellos hechos atroces: “Me parecía mentira que todo eso estuviera pasando en mi querido pueblo donde nací, y en Ostende y Pinamar, donde trabajé durante décadas como guardavidas”.
Para distender un poco la charla, porque algunas veces en sus ojos añosos parecen asomar algunas lágrimas de pura emoción y entusiasmo en el relato, viaja hasta su infancia. Cuando podría decirse empezó un poco a ser “bañero”, como se los llamaba entonces, aunque a los profesionales no les gustaba nada ese término porque lo sentían peyorativo.
El Puma cuenta que en el año 1948, cuando él apenas tenía nueve años, llegó a Ostende proveniente de General Madariaga junto a su familia: su padre, Felipe Olivera, su madre, Gerónima Moreno, y sus hermanas, Alicia y María Josefa. “Solo podía verse una llanura verde, un desierto amarillo y la inmensidad del mar. Nos parecía estar soñando. El Blue Hotel, que anteriormente se llamó Nurimar, era el lugar de nuestro nuevo destino. A mi papá lo habían contratado como casero en invierno y ayudante de cocina en verano. Y mi madre era mucama de piso. A ciento cincuenta metros del mar, sobre un médano de arena rubia totalmente salvaje el hotel se veía imponente, quizás por sus tres pisos que asomaban. Hoy no podría explicar aquellas horas cuando me quedaba mirando esa inmensidad de agua en movimiento. Al verano siguiente ya entraba al mar a escondidas de mis padres”, describe Felipe Olivera Moreno en su libro Memorias de un guardavidas. Porque también escribió una docena de libros, es poeta, recitador, hombre de campo, cantante de tangos y autor de sus letras. Obras que vende a precios muy módicos a través de su Facebook para aquellos que deseen interesarse en sus relatos, entre ellos El Asado…, poema en décimas, uno de sus preferidos.
Cuenta que a los dieciocho años se sintió guardavidas, sin título por entonces. Y comenzó a trabajar en el balneario del hotel cuando su dueña, Irene Leguizamón de Del Pino, lo contrató como tal, y también para que oficiara de carpero. Tenía a su cargo además del cuidado de los bañistas, 24 carpas y 10 sombrillas.
Era noviembre de 1958 cuando empezó a armar el patio con el guardavidas Roberto Annovi, El Tano, quien había llegado a Pinamar por intermedio de Mauro Cáceres, El Negro, calificado como el primero de la zona. Y narra su primer rescate, difícil, una señora se estaba ahogando: “La conocía desde que llegué a Ostende, de apellido Barceló, familia muy renombrada de Avellaneda. La levantaba en cada ola, tenía miedo de que no me alcanzaran las fuerzas. Pero una ola ‘solidaria’ nos sacó del ‘chupón’, nos empujó al banco de arena y pudimos hacer pie. Ella estaba a punto de un paro respiratorio, por suerte uno de los hermanos Binelli, familia de rematadores, acudió en mi ayuda y pude hacer mi primer salvataje”, comenta el final feliz.
Ya en 1960 le tocó la conscripción, luego intentó suerte durante un par de años en Mar del Plata con un bar de comidas rápidas. Más tarde realizó otra experiencia en Santa Teresita, hasta que en el 69 hizo el curso en La Feliz y se recibió oficialmente de guardavidas: “Pude entender lo atrevido que había sido trabajar en una profesión de puro corajudo, ya que por mi falta de técnica para el rescate me llevaba en cada uno varios arañazos”, precisa.
El tiempo, el andar de un lado a otro y las experiencias continuaron hasta llegar a aquel verano de terror del 78/79: “Como guardavidas municipal. Conseguí el trabajo porque la temporada anterior había muerto ahogado un señor de la embajada de Japón. Y desde el muelle de Pinamar hasta ese lugar, la salida del camping Saint Tropez, no había ningún puesto. Recuerdo que en ese diciembre, un día nublado y frío, el jefe, un tal Del Pratto, me presenta a otro platense, con el que nos hicimos grandes amigos y compañeros, Héctor Sciutti, colega que trabajaba en el balneario Caracolas, y junto a quien viví esa experiencia trágica y que me marcó para el resto de mis días. Eso después lo escribí en mi libro. Muchos me dijeron ‘Negro, para qué, en qué te estás metiendo’. Sentí la necesidad, fue parte de mi vida y tenía que estar en mis memorias, qué se yo. Tuvimos que ir a declarar ante la justicia de Dolores con Sciutti. La señora de Vásquez, que como te conté lo hicieron desaparecer, que es arquitecta, fue la que me acompañó a declarar. Éramos muchos. El secretario del juez me preguntó de todo y yo dije mi verdad”, rememora El Puma.
Lía Ruau es la esposa de Jorge Vásquez, a quien recuerda y se refiere Olivera. Una luchadora incansable por la memoria, quien aquella madrugada de terror de 1978, soportó el secuestro de su esposo, quedando sola, a merced de los captores, embarazada y con dos niños chiquitos. Recién en 1984 se pudo iniciar una difícil investigación a partir de las denuncias de las municipalidades de General Madariaga y General Lavalle presentadas en Dolores sobre la existencia de tumbas NN, que pudo finalizar en 2007.
Hoy más que nunca resuenan las palabras que leyó Ruau al respecto en el Acto de Señalamiento del Cementerio Municipal de General Madariaga como Sitio de Memoria el 17 de diciembre de 2021, publicado en el portal del diario El Mensajero de la Costa. Entre sus puntos más salientes, destacó: “Aquí en General Madariaga se usó la comisaría como lugar de reclusión de detenidos desaparecidos; se hizo seguimiento y espionaje para las Fuerzas Militares; se ejerció el control de la SIDE y se fichó a todos los empleados públicos; se estableció ‘zona liberada’ y se secuestró. Y se ocultaron en este cementerio las pruebas que el mar devolvió de los vuelos de la muerte. Los enterramientos clandestinos realizados, constituyeron una segunda desaparición, completando el círculo criminal del terrorismo de Estado”.
El Equipo Argentino de Antropología Forense, que ya había identificado en 2005 los restos de Azucena Villaflor de De Vincenti, Reneé Léonie Duquet, Esther Ballestrino de Careaga y María Eugenia Ponce de Bianco como los cuerpos aparecidos en las costas argentinas en diciembre 1977, trabajó también en esta causa. Los informes señalaron “lesiones perimortem compatibles con las provocadas por choque o golpe con o contra superficie dura”.
Así se logró identificar a nueve personas: en el Cementerio de Villa Gesell a Santiago Villanueva; en el de Lavalle a María Cristina Pérez, Cristina Magdalena Carreño Aray, Isidoro Óscar Peña, Nora Fátima Haiuk de Forleza, Óscar Néstor Forleza y Carlos Antonio Pacino; y en el Cementerio de General Madariaga, a Helios Hermógenes Serra Silvera y Jesús Pedro Peña. Todos ellos víctimas del criminal vuelo que vació el centro clandestino de detención conocido como El Olimpo el 6 de diciembre de 1978.
“Helios Serra Silvera, el Uruguayo, es uno de los tres cuerpos que aparecieron en las playas de Pinamar en diciembre de 1978 y fueron enterrados aquí como NN en el sector K. Jesús Pedro Peña es el otro. El tercero corresponde a una mujer: fue exhumada, pero sus restos se ‘perdieron’ y aún no sabemos dónde está. Las actas de defunción agregan muchos detalles de los que surge clara evidencia”, expresó conmovida la esposa de Jorge Vásquez.
Seguramente estos últimos sean algunos de los seis o siete cadáveres que alcanzó a ver flotando a la distancia El Puma Olivera Moreno desde su casilla de guardavidas. Hoy a los 85 años no lo puede borrar de su mente, pero sigue en pie, más allá de algunos achaques: un ACV del que se recuperó por consejo de su médico leyendo mucho y escribiendo para tener su mente siempre activa, actividad que además le apasiona. Y en la actualidad, un síndrome vertiginoso que lo perturba desde hace varios meses, pero del que con paciencia está mejorando de a poco.
El Puma posa antes de despedirnos y muestra un regalo que le hizo su colega Juancito Lobos –asesinado a puñaladas en 2012 en una fiesta en Ostende-, a quien le dedicó el libro de sus memorias: una inscripción realizada en madera que luce en la puerta de su casa con la inscripción “La morada del Duende”, otro de sus apodos.
Es tan interesante la charla con El Puma, de esas que uno como periodista nunca quisiera terminar. Pero surge la pregunta del final y la promesa de un nuevo encuentro para continuar.
-Puma, ¿siguió afiliado al Partido Comunista?
-Te cuento. Resulta que en plena dictadura veo un escrito del Partido Comunista que decía que íbamos a darle apoyo crítico porque Massera, Agosti y Videla eran nacionalistas. Y mientras tanto, nosotros ya llevábamos como quinientos desaparecidos. ¿Sabés qué? Me calenté y rompí el carnet. Nunca más…