Diego Bustamante tiene 41 años y vive en Gualeguay, Entre Ríos, junto a William, Patricio, Mario, Maxi, Juana, Juancito y Ariel, siete hermanos nacidos en Santiago del Estero de quienes asumió la tutela legal en 2018. Su camino para conformar una familia mientras en simultáneo fundaba Pata Pila, una organización sin fines de lucro que acompaña a 74 comunidades en cuatro provincias argentinas
Diego Bustamante se despertará este domingo en su casa de Gualeguay, en Entre Ríos, como hace cinco años, rodeado de su familia. No lo hará en un coqueto edificio de Barrio Norte, en la ciudad de Buenos Aires, como hizo en sus primeras décadas de vida. No lo hará como el cuarto de siete hermanos, como el hijo de un papá biológico y una mamá del corazón. Lo hará entre William, Patricio, Mario, Maxi, Juana, Juancito y Ariel, en calor del Hogar Familiar “Los Gerez”. Lo hará en calidad de padre y madre, de hermano mayor, en carácter legal de tutor. Festejará el Día de la Niñez rodeado del amor de su familia adoptiva.
Nació con el regreso a la democracia, a mediados de la década del ochenta, en el seno de una familia acomodada. Finalizó su escolaridad en el umbral del siglo. Comenzó sus estudios para transformarse en técnico agropecuario. Pero el arte le resultaba inspirador. Se dedicó al teatro, se fue a vivir dos años a la capital de México, porque necesitaba -confiesa- romper mandatos del chico bien de Barrio Norte, encontrarse con su soledad, recuperar su historia. Volvió al país porque necesitaba -confiesa- resignificar sus vínculos familiares, retomar su visita al psicólogo y germinar una semilla que había brotado de la desigualdad.
Quería escapar de “la mesa cómoda de la queja constante”. Se descalzó. Tenía 24 años. Sus amigos salían a bailar los sábados a la noche. Él a veces iba, pero comúnmente no: prefería despertarse temprano los domingos para visitar un hogar de niños. Huía de los barrios más caros de la ciudad porteña para visitar familias humildes en Moreno y en Pontevedra, en la provincia de Buenos Aires. “Me volví más feliz. Mi vida cobró sentido. Hacía lo que quería. Mi gente me apoyaba, pero por ahí me preguntaba por qué prefería viajar al norte en lugar de ir de vacaciones. Aunque no era un cuestionamiento negativo”, retrató.
Descubrió “la sencillez, la humildad y la entrega” de los hermanos Franciscanos en la nobleza de sus misiones en el norte del país. Se volvió un misionero comprometido. Pero también necesitó recluirse: luego de recibirse en la facultad, inició un proceso de introspección en un campo familiar en Gualeguay, donde invirtió su tiempo en desarrollar su vocación y en darle apoyo escolar a los hijos de los peones. Pero al poco tiempo, volvió a sentirse vacío. Retomó sus viajes al norte del país para descubrir su designio. A mediados de 2014 le anunció a su papá su cambio de rumbo: “Me voy a dedicar a lo social. Quiero que mi vida sea ayudar al otro”. Habló con Catalina Hornos, de la fundación Haciendo Camino, y se fue a vivir a Monte Quemado, un pueblito recostado al norte de la provincia de Santiago del Estero, atravesado por la ruta nacional 16. “Estaba de lunes a lunes abocado a la gente y ahí descubrí todo lo que se lleva puesto la desnutrición infantil”, graficó.
Allí, en un paraje inhóspito del Impenetrable chaqueño, conoció a la que sería su familia. No pudo evitar la comparación: eran siete hermanos, como él. Sus padres no estaban en condiciones -según ordenó la justicia- de ejercer como tales. Su bienestar social estaba resquebrajado. Su contención económica era nula. El contraste con su infancia era involuntario. Presenció el momento -un jueves a las once de la noche- en el que la policía ingresó a su casa para llevárselos: eran todos menores, de entre dos y trece años. Intervino para que no durmieran esa noche en la comisaría, sino en el hogar de una religiosa. William, Patricio, Mario, Maxi, Juana, Juancito y Ariel ya no volvieron a su casa. A la mañana siguiente, fueron trasladados a un hogar de niños en Añatuya, a cuatrocientos kilómetros de distancia. “En ese momento entendí que yo iba a querer cuidarlos toda la vida. No sabía cómo. Pero algo se sembró en mi vientre”, dijo.
Fue un año revulsivo. A finales de ese 2014 insignia, en Yacuy, un humilde pueblito al norte de Tartagal y al sur de la frontera salteña con Bolivia, presenció una situación que eligió no naturalizar. Vio una cuadra y media de cola que rodeaba el perímetro de un centro de salud, en el marco de una población que no supera los dos mil habitantes. La imagen parió una epifanía. “¿Cómo puede ser que algunos tengan tanto y otros tan poco?”, se cuestionó. La pregunta de carácter existencial inspiró un vuelco: se instaló allí, a treinta kilómetros del límite norte del país, en una pequeña pieza, en el seno de una comunidad guaraní.
“Lo que hice fue buscar apoyo económico y gente amiga que colaborara y así empezamos. Con una nutricionista y una trabajadora social, que hacían los diagnósticos. Me encontré con una realidad de la que no podía escapar. Tuberculosis, chicos sin vacunar, hambre, que almuercen en la escuela y a la noche se vayan a dormir sólo con una tortilla o pan para acompañar el mate caliente. No se trataba de llegar y darles los peces a la gente, tampoco era darles la cañas para que pesquen. Para mí lo realmente importante era ponerme a pescar con ellos y luego comer juntos, vivir a su lado, conociéndolos y respetándolos”, dijo.
Armó una organización no gubernamental. Le puso de nombre Pata Pila. “Es como decir ‘pies descalzos’. Pila es desnudo en guaraní -explica-. En el norte argentino se usa vulgarmente: ‘Los changos andan pata pila’. Para nosotros el andar descalzo tiene mucha simbología, no solo como una asignación de la pobreza, de no tener un calzado para ponerse, sino porque cuando uno está descalzo entra mucho más en contacto con su contexto, no pasa corriendo por la vida, sino que vas más despacio. Es una forma de acercarnos a las comunidades, acercarnos a la vida del otro, sin avasallar, sin pisotear, sino entrar con cuidado, con respeto. Es un gesto de humildad y de reconocimiento que estás entrando en la vida del otro, así sea para aconsejar como para ayudar a criar a un niño o para recomendar lo que tendría que hacer un padre de familia”.
Es una entidad sin fines de lucro “comprometida en resolver los problemas que afectan a familias en pobreza extrema y estructural en Argentina”, dice su descripción. Conocen cómo viven la vida personas sin derechos fundamentales como salud, identidad, vivienda digna y acceso al agua potable. Montaron equipos de profesionales multidisciplinarios que trabajan en comunidades originarias en Salta y en áreas marginadas en Mendoza, Entre Ríos y Buenos Aires. Precisan que su propósito es “combatir la desnutrición infantil e integrar a las familias y comunidades al sistema público-privado, generando oportunidades de desarrollo económico y trabajando activamente en la restitución de los derechos perdidos”.
En Fortín Dragones, una pequeña localidad del departamento General José de San Martín en la provincia de Salta, entendió en un caso visceral las desigualdades, la distancia, la desconexión. “Hacíamos un relevamiento en una comunidad y al hacer el control antropométrico de dos niños notamos que estaban desnutridos y deshidratados al igual que su mamá embarazada. Como teníamos que trasladarlos a un centro médico, quedamos en volver a buscarlos a las cuatro de la tarde. Fue un error de inexperiencia. Cuando volvimos, la madre se había metido en el monte. La policía tardó dos días en encontrarla y recién ahí la pudo llevar al hospital, de donde volvió a escaparse. ¿Qué le pasaba? No entendía el idioma. Y no quería dejar a sus hijos con su marido, para que no les pegue. Eso pasa una y mil veces”.
Sostiene que no se trata de una asistencia, sino de la creación de un vínculo que parte desde el preconcepto nulo, desde la disponibilidad plena para impactar sin imposiciones ni capas de superhéroes. “No colocarte en el centro para ser el salvador. Es invitar a caminar. No decirles cómo se tienen que construir su casa. La cultura nunca es una barrera. Pero somos nosotros los que tenemos que desaprender un montón de cosas para descubrir cómo entiende la vida una mujer wichi, la educación una mamá guaraní y cuál es la perspectiva laboral de una chané”, ilustra.
En casi una década de servicio, se involucraron en 76 comunidades repartidas en cuatro provincias, integraron a sus programas a 1.348 niños y niñas, y a 1.098 mujeres, diagnosticaron a más de siete mil niños y niñas por primera vez, dictaron más de dos mil horas de talleres de oficios, desde donde egresaron más de ochocientos trabajadores, recorrieron 1.400.000 kilómetros en su programa móvil, realizaron doce obras de agua, distribuyen 26 mil kilómetros de leche y 2.250 bolsones de alimentos por año, destinan 85 profesionales y treinta voluntarios en sus tareas.
En simultáneo a su causa social en el norte salteño, Diego Bustamente se mantenía en contacto con el hogar santiagueño donde vivían los Gerez. Los llamaba por teléfono y cuando podía, los visitaba. Cada vez que iba, reincidía en interpelaciones: “Los veía crecer y no me bancaba que estuvieran en una institución, por más que fueran muy bien cuidados. Me di cuenta de que querían un referente y una casa. Eso quedaba resonando en mi, pero volvía y enterraba la cabeza como una avestruz. ‘No Diego, ¿cómo vas a hacer? No podés ni económica, ni psicológicamente. Es una locura’, me decía. Hasta que no pude escaparme más”.
Habían convivido en vacaciones. Atravesaron veranos en Gualeguay, Mar del Plata y Buenos Aires. Vivieron un mes en Salta los ocho juntos. En enero de 2018, les hizo una propuesta formal: si querían que la convivencia no estuviese sujeta a vacaciones o a veranos. “Les hablé de empezar todos de cero en Gualeguay. Mi familia estaría cerca, en la Ciudad de Buenos Aires, y podrían integrarse. Paralelamente, en marzo me presenté a la justicia y el juez consideró que la figura de tutor legal era la más viable. En abril conocieron a mi familia. Pasé todo el año viajando de Salta a Añatuya. E hicimos todo de a poco. Tuvieron audiencias con el juez y le dijeron que querían vivir conmigo”.
No quiere que le digan papá, ni tampoco se siente así. No persigue el reconocimiento. “No quiero apropiarme de ellos. Tampoco tiene que terminar necesariamente en una adopción. No elegí vivir con ellos porque quería ser padre. Esto es importante. No soy el centro. Es simplemente devolverle a la vida algo de todo lo que me regaló. Y claro que cuidarlos es lo que me hace feliz. Sino no podría sostenerlo. Con ellos, mi vida se plenifica, se potencia”, remarca.
Este domingo pasará con ellos el Día de la Niñez. William, el mayor, ya tiene 23 años y trabaja en un corralón. Patricio, con 21 años, es peluquero. Son los dos más grandes. Los otros están cursando la secundaria: algunos ya incursionan en oficios, otros mantienen el espíritu de un niño. Van en bicicleta a la escuela, juegan al fútbol en el Club Sociedad Sportiva. Los regalos de este domingo se circunscribirán a los tres más pequeños, porque la economía, dice Diego, no está para grandes gastos. “Seguramente el domingo nos va a encontrar compartiendo el día, comiendo y jugando juntos”, asume.
Lo mismo sucederá en los otros territorios donde Pata Pila actúa. Habrá chocolatadas, meriendas, juegos, golosinas. “En todos los centros va a haber festejos, en medio del dolor y de la injusticia. Porque también hay tiempo para celebrar. Es un momento para poner en valor la vida. Si hay algo que aportan los niños en las comunidades es la increíble capacidad de ser felices en medio de situaciones que son muy dolorosas”, describe. En esos lugares donde el techo son ramas y plásticos, donde el piso es el suelo, donde la casa es un rancho, donde las familias reciben agua una vez por semana, donde las infecciones respiratorias y las diarreas son habituales, donde la política no llega, donde la gente come poco y mal, se reservan espacios para festejar la vida.
“Los niños tienen una capacidad de alegría, de felicidad, de entrega y de ser dados al juego y al encuentro con el otro, que es inmensa. Y sobre todo los niños de las comunidades. A cada comunidad donde vaya, me la paso corriendo, saltando, jugando al fútbol, rodeado de muestras de cariño porque los niños se te trepan”, cuenta Diego, quien viene de pasar dos semanas recorriendo los centros de Pata Pila. En reflexión sobre esa capacidad de abstracción de la condición dramática de ausencia y vulnerabilidad, distingue una naturaleza que excede la inocencia infantil: “La perspectiva y la lectura de la situación que se vive en las comunidades no es la misma que podemos tener nosotros. Las familias nacen en ese contexto, viven en ese contexto, es su lugar, están acostumbrados a vivir así y eso no quiere decir que no sufran cosas concretas como no poder atenderse, como sentir el hambre en el cuerpo, como la tristeza de cuando no puedes resolver un problema ni hablar la muerte por desnutrición de los niños, que todavía hay en el territorio. Pero la vida de la gente no es un drama ni una angustia todo el día. Eso es justamente lo lindo: te encontrás con gente que sigue esperando buenas cosas de la vida, con unas ganas de vivir enormes, con alegría, con esperanza, con ganas de seguir empujando en medio de situaciones que son durísimas para cualquier cuerpo humano”.
No son escenarios brutales porque no son nuevos. La crudeza es cotidiana, obedece a la naturaleza de la normalidad. “Son familias que tienen en el ADN eso de rebuscárselas, de ir al monte, de ir a pescar, de hacer artesanías y cambiarlas en los almacenes por algo de mercadería, de salir y caminar kilómetros y kilómetros para hacerse atender”, profiere. Su agenda diaria, su proyecto de vida, su misión es contribuir para que estas personas construyan una vida mejor. Lo intenta desde hace diez años. Su gestión atravesó gobiernos, crisis, pandemias. Su mirada optimista tiene grietas coyunturales: “Me preocupa ver que los vientos de los gobiernos, los vientos de la política y los vientos de los manejos económicos en este país no van para el mismo lado que para donde yo quiero ir. Cada vez hay más gente fuera del sistema. Cada vez está más justificado que la gente pase hambre o no tenga para comer”. Un reciente estudio de Unicef Argentina alertó que un millón de chicos se van a dormir sin cenar, que más de siete millones viven en la pobreza monetaria y que cerca de diez millones consumen menos carne y lácteos en comparación con el año pasado.
Pero su preocupación coexiste con su propia voluntad de cambio. “Por otro lado sigo siendo un tipo con esperanza, que está generando proyectos que me entusiasman. Veo gente que ya está cosechando miel, que tiene ganas de tener tres cajones más; grupos de artesanas que se están integrando a cooperativas y están ganando plata sostenida en el tiempo. Miro con esperanza, porque si no te ahogás. Es bueno, a su vez, mirar para atrás y también reconocer lo construido. Están pasando cosas buenas en el territorio, las comunidades están más organizadas, hay mucha red de ONG’s y de organizaciones que estamos trabajando cada vez más colectivamente. Entonces también me pongo un poco contento y me voy convencido de que estamos haciendo un trabajo que vale profundamente la pena”.
Trabaja en uno de los lugares con las Necesidades básicas insatisfechas (NBI) más bajas del país. Combate, como propósito insignia, la desnutrición infantil (“de cada cien niños que vemos, treinta tienen malnutrición y desnutrición”, grafica) y propone tres variables para corregir la pobreza estructural: invertir en capacitación laboral, alcanzar la potabilización del agua y firmar un compromiso real y multidisciplinario para cambiar las oportunidades. “Acompañar a la gente en la incorporación de herramientas que le permitan desarrollar capacidades para producir algo que les dé plata. Para eso necesitan acompañamiento técnico sostenido en el tiempo, no una capacitación aislada, y después un proceso de integración para vender lo que se produce fuera del territorio para que realmente pueda impactar en su economía. Por otro lado, el tema del agua potable: si no resolvemos las falencias estructurales de agua, la gente va a seguir constantemente enferma, los niños constantemente desnutridos. Y por último, para que ese proceso de integración social se siga dando, se necesita atención profesional y permanencia en el territorio. No es ir a llevar donaciones, no es ir una vez aislada a llevar un tallercito. Es constancia y camino colectivo, pero invirtiendo recursos en procesos, en equipamientos, en construcciones. Necesitamos crear espacios de centros de oficios, carpintería para las artesanas, centros de artesanas con conectividad para que puedan comercializar a través de las redes, necesitamos infraestructura, porque no se puede trabajar sobre la tierra o debajo de un techo de paja”.