Naty Scheller es la mamá de Milagros Micelli, que el 9 de diciembre de 2020 terminó con su vida a los 19 años. La dolorosa etapa de duelo que transitó junto a su esposo y su hijo menor. Las herramientas que aprendió a usar para salir de la oscuridad. Y su incesante campaña para alertar a las familias que están en riesgo
La tarde del martes 8 de diciembre de 2020, Milagros Micelli jugó toda la tarde en la pileta de su casa. Su sonrisa quedó congelada en una foto que subió a su Instagram. Es su última foto. Por la noche, Natalia Scheller, su mamá, le puso una película en la tele de su habitación. La arropó. Le dijo que la amaba. A las 12 de la noche se fue a dormir. Nunca más la vio con vida.
A las 7:30 del miércoles 9, cuando la empleada de la familia llegó, halló muerta a Milagros en el jardín. Se había quitado la vida durante la madrugada. Alertada por el grito de la mujer, su mamá, Natalia, corrió a su lado, gritó su nombre y la abrazó. Desesperada, llamó a su mejor amiga. Llegó el padre Alfredo, su acompañante espiritual. “Le dije: ‘Yo de esta no voy a salir’. Y él me respondió: ‘Naty, vamos a rezar’. Nos sentamos a rezar y sentí mucha paz”. Apareció una ambulancia, la policía, los forenses, el fiscal, que era compañero de la escuela de Natalia. El trámite judicial se resolvió rápido. Al mediodía, la familia enterró a Milagros. La joven no dejó ni una carta, solo quedó esa foto: “Ella estaba en bikini, en la pileta, con una sonrisa. La gente se quedó con esa imagen. Pero nadie sabía la lucha que nosotros llevábamos”.
Los años felices
Natalia tiene 49 años. Nació en Goya, Corrientes, donde vive. Es profesora de geografía en un colegio secundario desde hace 22 años. Su esposo, Gustavo Micelli, tiene 59. Es ingeniero, pero se dedica a la docencia: es rector de un colegio católico, el Instituto Alberdi. Tuvieron una historia de amor “muy especial”, cuenta. Se conocieron como profesor y alumna en el profesorado. “Yo ya era mayor de edad”, aclara. “Nos enamoramos, estuvimos dos años y medio de novios y nos casamos”, continúa. Hace 24 años que están juntos. “A pesar del dolor que tuvimos, nos amamos profundamente. Siempre digo que la muerte de un hijo te separa o te une. Y a nosotros nos unió más”, subraya.
María Milagros nació el 14 de marzo de 2001. “Fue una niña muy buscada. Para mí siempre va a ser mi hija de ojos color del cielo”, dice. Un año y dos meses más tarde tuvieron a Juan Francisco. “Fue como criar mellizos”, asegura. Milagros estudió en el colegio Santa Teresa, el mismo donde estaba la hermana Marta Pelloni.
Los Micelli eran conocidos en la ciudad. Una familia de clase media como tantas, que trabajaba duro para darse algunos gustos y ofrecerles lo mejor a sus hijos. Sobre todo, viajar. “Siempre tratábamos de ir a Brasil, que nos queda cerca y era el sueño de los chicos, sobre todo de Mili; le gustaba mucho el mar. Estuvimos en Río, en Natal, en Salvador”.
La edad difícil
Cuando comenzó la adolescencia, Natalia recuerda que notó un cambio en su hija. “Veía otro comportamiento. Era súper extrovertida. Todos me decían que era la rebeldía de la edad. Chocaba mucho conmigo, tenía cambios de humor. A los 15 le pudimos cumplir otro sueño: se fue a Disney y a Nueva York con un grupo de quinceañeras”.
Cuando estaba por terminar el secundario, Milagros les pidió “un año sabático” a sus padres. “Nos decía que no sabía qué iba a estudiar, qué quería hacer. Yo vi que no iba a terminar bien. Sentí que ella entraba en depresión, algo que no sé cómo poner en palabras. Se llevó algunas materias además”, señala. Natalia cuenta que mientras ella estaba en su casa, sus amigas comenzaban la universidad. “Estaba mucho tiempo en el sillón, que la empezó a chupar. Dormía de día y de noche estaba despierta. Empezó a estar sola. Es muy triste decir lo que pasó mi hija, contar que hasta pasaba tres días sin bañarse, pero lo menciono porque hay que alertar a otros padres. Por eso hablo de salud mental”.
Intentaron con terapia. “Fue a una psicóloga y a mediados de 2019, Mili me dijo que iría a la ciudad de Santa Fe a estudiar Terapia Ocupacional. Con Gustavo hablamos y coincidimos: ‘vamos a darle esta oportunidad’. Todavía no eran tan acentuados los síntomas. Pensamos que al salir de Goya iba a conocer gente nueva. Nuestra esperanza era que tuviera otro círculo, que se airee. Todos los sábados iba a hacer un curso, a veces la llevaba el padre, otras se iba en colectivo. Y le pusimos un departamento para que en el 2020 comenzara la carrera”.
Pero lo que empezó en marzo de 2020 fue la pandemia. Y para Natalia, “eso terminó de detonar su enfermedad. La fui a visitar. No la noté bien. Un día nos llamó para decirnos que tenía ataques de pánico. La trajimos. Cuando tenía clases por Zoom, lo ponía y se acostaba a dormir”. Milagros comenzó terapia con una psiquiatra. “Seguía con los ataques de pánico, pero si la veías fuera de casa te parecía divina, como que nada pasaba. La gente no se daba cuenta. Adentro, vivía muy angustiada. Comenzamos a sospechar que tenía una bipolaridad, pero no diagnosticada…”.
El peor dolor
Hacia septiembre de 2020, Naty y Gustavo vieron que el estado depresivo de su hija empeoraba. Sucedió una charla, una de las pocas veces que Milagros pudo expresarles algo de la angustia que la dominaba. “Me llegó a decir que se sentía vacía, que la vida le dolía”. Natalia se desesperó. “Estaba muy mal. Yo pedía ayuda a gritos. Comencé con un acompañante espiritual. Me quería morir, le decía a Gustavo: ‘Soy yo, ¿qué es lo que está pasando como familia?’”. Naty es muy católica, practicante. Dice que “eso me ayudó mucho. Pero Mili se rebelaba. Quería rezar por ella y me decía que no quería saber nada con eso ni con un acompañante espiritual. Yo quería que bendijeran la casa. Y ella me decía: ‘No reces por mí’. Y la respetaba. Pero después me di cuenta de que era su enfermedad la que chocaba conmigo y con la religión. Lo supe luego de su muerte, porque me metí en un montón de zoom con psicólogos, psiquiatras, con expertos en bipolaridad. Y entendí un montón de cosas que no terminaba de ver…”
Preocupada, Naty llamó al psiquiatra de su hija y este le dijo que tenía depresión, que la llevara a una clínica. “Todo fue por teléfono. Le respondí que ahí me iban a dar un clonazepam y la iban a mandar a casa. Acá no hay un sistema de salud”.
Natalia jamás imaginó el final que tendría Milagros. “Yo llamo a la depresión como el cáncer del alma. Lo que sucede es que la gente no se da cuenta, porque no sangra. Pero la veía a mi hija sufrir, llorar de noche. Claro, después subía una foto divina y afuera nadie lo notaba. Era muy amiguera, pero sus amigas no sabían mirar. Porque si no te bañás durante tres días, por ahí alguien le hubiera dicho: ‘Che, Nati, ¿por qué no te bañás?’. Pensé que al final la íbamos a tener que internar, hacer un tratamiento. El papá, el hermano y yo veíamos que Mili estaba enferma. Pero los demás no. Lo que nunca se nos cruzó por el pensamiento fue un suicidio”, admite.
El duelo
Después de aquel trágico 9 de diciembre, los Micelli reaccionaron como pudieron. Tres días después, Natalia desarmó toda la habitación de Milagros. “A muchos les choca que diga esto. Pero llamé a mi primo y le dije: ‘Vení, sacá las camas’. Me preguntó si estaba segura. Saqué todo a la calle, tiré los colchones. Quería la pieza vacía para tirarme en el piso a llorar y llorar y llorar. Fue lo que me surgió en ese momento. El duelo es muy difícil. Es individual. Y el duelo por suicidio es terrible, un lugar muy oscuro. No por sentir culpa, porque sentí que médicamente había hecho todo. Pero la sociedad nos hizo sentir culpables. Se dijeron muchas cosas. Yo pedí un año de licencia. Me costó mucho tiempo salir de mi casa. Mi esposo, en cambio, aunque estaba en carne viva, me cuidaba y se aferraba mucho a su trabajo”.
Con las cosas que eran de Mili, Natalia aplicó algo que aprendió en el proceso de duelo con una de sus psicólogas, Valeria Schwalb, que son “las tres cajas”: una para lo que se dona, otra para lo que se guarda y una tercera para lo que no se sabe qué hacer. “Yo di mucha de su ropa a la parroquia, porque Mili era muy generosa con lo suyo. Hay otras cosas que no terminé de dar, como su vestido de 15. Y otras nunca voy a dar, como su remera de promoción o sus peluches de Disney”, cuenta. Hoy, en la habitación que pertenecía a Milagros duerme su hermano, Juan Francisco.
Durante un largo período de tiempo, Natalia se sintió como “debajo del agua, hasta que logré tomar impulso y salir”. Cuenta que decidió ponerse de pie por Juan Francisco, su hijo. “Juan tomó una postura de ser padre de sus padres y eso no correspondía”. Armó una red de contención con una psicóloga y una psiquiatra, y siempre con su acompañante espiritual. Se anotó en grupos de autoayuda. “Necesitaba hablar con personas a las que les había pasado lo mismo. Al final me incliné por un grupo que no era de suicidio, sino uno donde me hablaba una viuda, una persona que perdió al hermano o que perdió al papá. Tenía 45 años y debía volver a trabajar. Necesitaba saber cómo le iba a contestar a la gente, cómo le iba a contestar a mis alumnos, cómo me iba a enfrentar al mundo. No podía vivir encerrada”.
En todo ese proceso, el cambio que sufrió Natalia fue hasta físico. “A lo largo de la enfermedad de Mili, yo tenía mucha ansiedad y comía un montón. Y después, en mi proceso de duelo, hice un cambio de vida. Comencé a caminar mucho, a ocuparme de mí. Bajé tanto de peso que la ropa de Mili me empezó a entrar. Ahora uso ropa de mi hija, y me encanta que mis alumnos me digan: ‘Profe, me encanta su buzo’. Y les cuento que era de Mili”, explica.
Al mismo tiempo, comenzó a escribir cartas para Milagros y en las redes sociales. Todo eso se convirtió en un libro llamado Y un día te convertiste en ángel. Luego hizo un video hablando del duelo, que se transformó en un reel, y después hizo otro y otro más… “Ahí plasmé todo mi dolor, lo que vivimos como familia. Saqué todo de adentro. También escribieron mis amigas, que siempre estuvieron conmigo, y las personas que me acompañaron. Yo digo que a mí me salvó poder transformar el dolor en amor. Elaborar el duelo, pasar por la ira, el enojo. Y hoy, ayudar”.
La resiliencia
Con el dolor convertido en acción, Natalia creó un grupo de apoyo junto a un sacerdote de San Nicolás, el padre Matías, para acompañar a personas que pasan por el mismo trance que ella. Empezó a trabajar activamente en campañas de prevención del suicidio en su comunidad. En septiembre, el mes de la prevención del suicidio a nivel mundial, Natalia presentó un proyecto en el Consejo Deliberante de Goya para crear un programa municipal que brinde apoyo a personas en riesgo y acompañamiento a sus familias. Además, se conectó con otras figuras públicas que también trabajan por la salud mental, como Marina Charpentier, la madre de Chano, que lucha por cambiar la ley de salud mental en Argentina. “La ley actual no permite que las familias internemos a nuestros hijos aunque veamos que están en peligro. Se necesita su consentimiento, y en muchos casos eso es imposible”, explica. Y añade: “Es importante hablar, es importante visibilizar. La salud mental no es algo de lo que se deba tener miedo de hablar”.
Los sueños que tenía Mili hoy también los quiere cumplir en su nombre. El viaje que planeaba a Los Ángeles. Los recitales que vieron juntas, como uno de Ricardo Montaner en Buenos Aires. Ahora, el 15 de octubre, Natalia estará en el Movistar Arena para ver a Florencia Bertotti con una remera con el dibujo de una margarita, el nombre de Mili y la frase “haz que tu cuento valga la pena”: “Perdoná que me emocione, pero siempre que venía de la escuela nos poníamos a ver Floricienta y cantábamos Flores Amarillas. En la música siento su ausencia y la hago presencia. ¿Y sabés qué? Sobre el mismo lugar donde la encontramos aquel 9 de diciembre, donde falleció, crecieron flores amarillas. No lo podíamos creer”.
En sus charlas, Naty recuerda a Mili a cada segundo. “Todo el tiempo hablo de ella. Quiero que la nombren, que la conozcan, porque Mili no fue la forma en que se fue. No fue su enfermedad. Era la persona que cantaba conmigo Flores Amarillas. Era la persona a la que le gustaba el mar. Pienso que está orgullosa de mí. Y vive en mi corazón, y en Dios”.
La conclusión de la psicóloga Valeria Schwalb
Alrededor del suicidio existen numerosos prejuicios. A menudo se lo percibe como un acto egoísta o, en contraste, como un acto valiente; se tilda a quienes lo cometen de malas personas, cobardes o débiles. La estigmatización es común, así como la tendencia a culpar a las familias que enfrentan esta tragedia por no brindar la contención adecuada.
El suicidio representa un profundo dolor y sufrimiento. Aquellos que optan por esta salida no siempre desean morir, sino liberarse del sufrimiento que los agobia. Es esencial que el sistema de salud no solo se enfoque en la prevención, sino que también brinde apoyo a los familiares que sufren enormemente debido a estas pérdidas. Las largas esperas para recibir atención y la falta de preparación entre los profesionales dificultan la reducción de las alarmantes cifras, y a menudo, agravan la situación.
En Argentina, una persona se quita la vida cada dos horas y media, sumando entre 10 y 11 muertes diarias, lo que equivale a 3,955 al año. En 2023, se registraron 4,195 suicidios, la cifra más alta en la última década. La tasa de suicidios supera a la de accidentes de tránsito y homicidios. A nivel mundial, cada 40 segundos, una persona elige poner fin a su vida debido al dolor.
La muerte por suicidio genera un profundo sentimiento de culpa en quienes quedan atrás. Es vital abordar este tema para aliviar las cargas emocionales que surgen de la necesidad de encontrar respuestas. La verdad de lo ocurrido solo la conoce quien ha partido, y esa persona no es culpable, sino alguien que, al no poder superar su angustia, encontró en la muerte una solución definitiva a problemas que no percibía como temporales o solucionables.
Hablar sobre el suicidio no incita a la acción, sino que actúa como un mecanismo de prevención. No todas las personas que consideran la muerte como una salida lo expresan abiertamente. Sin embargo, cuando esto ocurre, reconocerlo como un llamado urgente de ayuda puede marcar la diferencia. Escuchar con atención, validar sus emociones en un ambiente seguro y brindar apoyo puede hacer que se sientan acompañados. Poder verbalizar sus sentimientos puede ser un gran alivio. Todos podemos ser agentes de prevención en un mundo que a veces puede parecer cruel. La labor de prevención colectiva es fundamental, al igual que el acompañamiento profesional.
Es urgente implementar estrategias de prevención, intervención y posvención. Se puede sanar el duelo por suicidio mediante un trabajo especializado, reconociendo que el acto suicida no define a la persona que amamos, ni el amor que sentimos por ella. Aceptar que en ese momento hizo lo que pudo, así como nosotros hicimos lo que estuvo a nuestro alcance, nos permitirá avanzar y honrar su vida con amor.
La licenciada Valeria Schwalb es psicóloga especialista en duelo y resiliencia. MN 358 67 @resilienciaenred
Datos útiles:
– 0800 999 0091: Línea nacional de Argentina para orientación y apoyo en urgencias de salud mental. Gratuita, disponible las 24 horas, los 365 días del año y confidencial.
– 135: Desde CABA o GBA.
– 0800 345 1435: Centro de asistencia al suicida (CAS), ONG atendida por voluntarios durante más de 50 años. Gratuito, disponible todos los días del año, de 8 a 00:00 hs y confidencial.
– 0800 333 1665: Salud mental responde. Solo para personas de CABA, gratuito, disponible las 24 horas, los 365 días del año y confidencial.
– 0800 222 5462: Subsecretaría de Salud Mental, consumos problemáticos, provincia de Buenos Aires. Para la provincia de Buenos Aires, gratuito, disponible las 24 horas, los 365 días del año y confidencial.